Filosofía y pandemia: el desafío de pensar en situaciones límite

Por Hernán Toso
Profesor de la Licenciatura en Psicología de UADE Costa Argentina

Las situaciones críticas de grandes magnitudes (una guerra, un desastre natural, una catástrofe económica o sanitaria, etc.) pueden hacer que nos comportemos de maneras impensadas. Las respuestas posibles conforman una escala que va, con diversos matices intermedios, de la negación (esto no está pasando o, si pasa, a mí no me va a afectar) a la sobrerreacción, materializada en la adopción de medidas exageradas.

Las causas de estas conductas están, sin dudas, en las emociones que nos movilizan: angustia, temor, zozobra, nostalgia, incertidumbre… Esto se debe a que nuestra vida deja de pronto de ser previsible y se vuelve insegura en muchos aspectos. Y es inevitable que esta suerte de “derrape vital” nos provoque una tremenda sensación de injusticia: es injusto que la muerte se haya llevado abruptamente a un ser querido; es injusto que deba resignar parte de mi libertad y de mis ingresos; es injusto que yo cumpla las normas mientras tanta gente las desdeña…

El rechazo a la injusticia es una herencia evolutiva que nos ayudó a cooperar y a organizarnos socialmente, y que tiene más que ver con nuestra inteligencia emocional que con la racional. Por eso necesitamos reparar con premura las inequidades, y por eso también estas últimas suelen irritarnos tanto. Hay veces en las que podemos dominar esa irritación, pero cuando los estímulos negativos se vuelven desmesurados y sistemáticos, con frecuencia terminan desbordándonos y canalizándose a través de los vínculos, ya sean sociales o familiares. Numerosos informes elaborados el año pasado por la ONU dan cuenta de que, durante la pandemia, se incrementó la violencia en las relaciones interpersonales en general, y la doméstica y de género en particular.

Ahora bien, ¿cómo enfrentarnos con una realidad que nos altera y nos excede? ¿Cómo sobrellevar nuestra impotencia sin herirnos y sin lastimar a los demás? Durante la primera mitad del siglo XX, el filósofo Karl Jaspers introdujo la noción de “situaciones límites” para referirse a aquellos acontecimientos que nos superan (la muerte, el azar, el destino, la enfermedad, el sufrimiento). No podemos cambiarlas porque nos son inherentes, forman parte inseparable de nuestra existencia. No podemos, por ejemplo, renunciar a sufrir ni evitar morirnos. Pero hay algo que sí podemos hacer: decidir la forma de actuar frente a ellas.

Los estoicos, como Pirrón (un notable filósofo de la Antigua Grecia), sostienen que debemos soportar con serenidad y firmeza lo que no dependa de nosotros (y distinguir qué es lo que entra en esta categoría y qué no). También desde ese tiempo, Sócrates nos invita a reflexionar acerca de cuánto ignoramos en lugar de regodearnos en lo que creemos saber, lo cual no nos vendría nada mal antes de asumir posturas intolerantes y radicalizadas. Platón y Aristóteles procuran por todos los medios llevarnos hacia el bien y hacia la virtud, donde es muy probable que hallemos una de las formas más sublimes de la felicidad.

Bastante más acá en el tiempo, Kant nos insta a obrar de manera de pensar nuestros actos como leyes universales en potencia, que contemplen a la humanidad como un fin en sí misma y no como un medio (lo que, en criollo, sería –con las disculpas de don Immanuel– algo así como no hacer a los demás lo que no nos gustaría que se nos hiciera a nosotros). Y Nietzsche, por su parte, nos conmina a que nos reinventemos en nuestros valores vitales.

Siempre es buena idea (y más en momentos como este) recurrir a los filósofos, ya sea que nos inclinemos por dudar sistemáticamente como Descartes o por asumir la ferviente doctrina de Spinoza. Compartimos con ellos la paradójica condición de estar hechos a la vez de pasiones y palabras. Por eso, seguramente, en sus preguntas hallaremos también las nuestras, y en sus respuestas, aquello que siempre conservan de esencial –diría Ortega y Gasset– el ser y sus circunstancias.