Avistadores, como niños en el país de las maravillas

Por Amanda Paulos

Deseo comenzar esta nota citando al gran inspirador argentino, Tito Narosky, en su libro máximo, publicado allá por 1976, Entre Hombres y Pájaros: “Yo era tan sólo un pálido subproducto del cemento urbano…. Quedé anonadado frente a la naturaleza, ante un mundo desconocido, cambiante y multicolor… quise abarcarlo todo con mis delgados brazos e intenté respirar el oxígeno de un espectáculo salvaje cuya existencia ignoraba… entre los tallos punzantes se hallaba el secreto que buscábamos… eran mis primeras vacaciones fuera de casa… y con el espectáculo de la vida en una dimensión distinta de la humana, sentí vibrar adormecidas cuerdas que sonaron a fiesta en mi alma.”

Estas palabras sublimes reflejan el sentimiento que inspira a todo observador de la vida silvestre, nos mueven a tomar un par de prismáticos y enderezar nuestros pasos, y andar lo que sea necesario en busca de nuestra madre Tierra, y abrir nuestros ojos, todos nuestros sentidos y nuestra mente sólo a ella. Todo lo demás por unas horas se desvanece, y así nos sentimos uno con Ella. No es casual que haya surgido natural-mente varias veces la palabra “nuestros”. Es que la sensación de ser uno con lo que nos rodea se apodera de nosotros y a la vez se nos entrega. Por unas horas en las que se detiene el tiempo los sentidos se agudizan y lo captan todo: el aire puro, la brisa, los colores, los olores, los sonidos, los movimientos, los pastos, los árboles, las aves, el agua, la tierra. Si salimos en grupo, éste deviene uno, si salimos solos, nos abstraemos de nuestra presencia, el entorno nos absorbe; la búsqueda, la inquietud por un movimiento, las ansias y la emoción que cada observación provoca imprimen nuestro espíritu.

Sí, observar un ave, el vaivén de los pastos, la brisa entre los árboles, sentir los aromas, inundarnos de colores es una experiencia espiritual que deja una huella que puede pasar inadvertida luego por los demás pero será imborrable y crecerá en nosotros. Por todo esto los observadores nos buscamos sin preguntarnos el nombre, nos hermanamos como niños por una especie de aura que nos identifica. Y aun sin buscarnos, nos encontramos; las anécdotas sobre esto son muchas y suficiente evidencia. Nos hacemos amigos sin conocernos, a la distancia, compartiendo experiencias, tan sólo sabiendo que existen y que en algún lugar lejano están viviendo un mundo semejante.