Todos los octubres hay un domingo en el que se multiplican las flores , los regalos, los lindos mensajes y se organizan festejos especiales. Las redes se inundan de fotos, abrazos y agradecimientos. Es un día que tiene aroma a ternura y nostalgia. Pero también muchas mujeres lo observan con distancia, con respeto y con amor, pero también con cierta sensación de que ese día no las incluye del todo.
Muchas mujeres no son madres por múltiples motivos: por decisión, por circunstancias, por temas de salud o por caminos que no se dieron. En mi caso, no soy madre y algunos de esos motivos son los que me ubican en este lugar. Sin embargo, esa energía vital que me impulsa a cuidar, acompañar, sostener y construir estuvo y está presente. Esa fuerza interior que muchas mujeres reconocemos —aunque no siempre la nombremos— no desaparece con un órgano que no está, un embarazo que no llega o no prospera, o con un proyecto que no se consolida. Se transforma. Se expande y encuentra otros caminos para manifestarse.
Es que con el tiempo comprendí que la maternidad no se define por el cuerpo, sino por la capacidad de dar vida en el sentido más amplio. Donald Winnicott, pediatra y psicoanalista inglés, hablaba de la “madre suficientemente buena”: aquella que no necesita ser perfecta, sino simplemente estar, sostener, permitir que otro crezca. Y en “El arte de amar”, Erich Fromm, definía el amor materno como el amor incondicional por la vida y por el crecimiento del otro. Jung, por su parte, hablaba del arquetipo de la madre como una energía universal, presente tanto en hombres como en mujeres, asociada a la creación, la protección y la nutrición.
En estos conceptos descubrí y sentí que encontraba palabras para algo que ya sabía desde la experiencia: que maternar es, ante todo, una forma de amar.
Maternar es acompañar procesos, sembrar ideas, contener equipos, inspirar a otros. Es sostener con ternura sin invadir, cuidar sin apropiarse, ofrecer sin esperar. Es mirar con empatía, escuchar con atención, estar disponible para otros desde un lugar de presencia y no de sacrificio. Se puede canalizar ese instinto vital a través del trabajo, de las personas que confían en uno, de proyectos que se generan y se ven crecer. También en los vínculos más cercanos, en amistades, alumnos, en los espacios donde se puede dejar algo que florezca. Maternar no siempre se trata de criar hijos; a veces se trata de ayudar a otros —o a uno mismo— a nacer de nuevo.
Durante años, la sociedad nos hizo creer que no ser madre era sinónimo de incompletud, de egoísmo o de carencia. Que había un único modo de realización femenina y que pasaba por la maternidad biológica. Pero somos muchas las que no fuimos madres y encontramos plenitud en otros gestos, otras entregas, otras formas de dar vida.
Hay maternidades invisibles que sostienen sin pañales ni mamaderas. Mujeres que crían proyectos, acompañan sueños, curan heridas, enseñan, escuchan, guían, contienen. Y todo eso también es maternar. La psicóloga y escritora Clarissa Pinkola Estés dice que toda mujer lleva dentro una “Madre Salvaje”: una fuerza que protege, alimenta, crea y reconstruye. Esa sabiduría instintiva, dice, es la que mantiene viva la especie, no solo desde la biología sino desde el alma. Esa es la maternidad que habita en muchas de nosotras: la que no necesita ser nombrada para existir, la que se expresa en la generosidad, en la empatía, en el deseo profundo de ver crecer algo o a alguien.
Por eso este hoy quiero abrazar a esas mujeres que no aparecen en las publicidades ni en los desayunos con rosas. A las que no fueron madres biológicas, pero que maternan con su tiempo, su escucha, su ejemplo o su creatividad. Porque maternar no es solo traer vida al mundo: es sostenerla, cuidarla, mejorarla. Y en eso, todas las mujeres —de un modo u otro— somos parte.
Maternar también es crear. Y crear, al fin y al cabo, es otra forma de amar. Feliz día para nosotras también.
